Desde su cuarto se escucha el ruido incesante del tráfico, el murmullo de la gente al bajarse de la parada del autobús, el ladrido de un perro, la sirena de una ambulancia de camino al hospital, el rumor de la vida. Él, arrugado por la vejez, mira la televisión sin verla, sin escuchar casi nada de su alrededor. Toca el mando a distancia y sopesa el aburrimiento cambiando de canal hasta que encuentra uno sobre el mundo animal.
— ¬Esto es más interesante que oír a los políticos o ver anuncios inútiles.
Me dice y se queda fijándose en las imágenes desde lo profundo de sus ojos apagados.
Antes entretenía su vejez pintando lienzos que copiaba desde calendarios viejos o cromos gastados sobre la historia del arte; ahora ya no: el párkinson y la dependencia a un aparato de oxigeno le mantienen clavado en un sillón. Parece no recordar lo que hacía unos años atrás, o lo disimula a la perfección, y se remonta a épocas de su juventud o niñez como si hubieran pasado unos días. Mueve sus dedos sarmentosos al contar sus recuerdos posando sus ojos en un más allá colgado encima del televisor o en el reflejo de su perfil en el cristal de la ventana, el cual persiste cuando él se acuesta como un fantasma que espera sumiso el regreso rutinario del reflejo.
— Antes de conocer a tu madre, chavalín yo, jugaba al fútbol con los Salesianos en la liga del barrio. Era alto y espigado y corría como un gamo. –me dice y se para unos segundos para sonreír para sí- El padre Raimundo, el que nos entrenaba, se subía los faldones de la sotana y se los ataba en la cintura y nos decía: pensad que tras la línea de gol de la portería está esperándoos lo que más deseáis y que el balón es vuestro mensajero al que tenéis que tratar muy bien. Qué jodio, hablaba mucho pero era el mejor de los curas.
Se calla inesperadamente y rumia la continuación de la historia, sin embargo casi nunca suele seguir, le asalta otro pensamiento, quizás, y se pierde a sabiendas o no mientras mueve la cabeza en un asentimiento continuado. Desde su mundo sin estridencias, su sordera, modela una historia que no sé si le duele o le consuela de sus soledades. Cruza y descruza sus piernas con esfuerzo y me mira queriéndome dar una explicación que se difumina en el esbozo de una sonrisa o en un papirotazo al aire como si, en realidad, nada tuviese importancia.
Otras veces, frente a la fotografía de mi madre siendo una jovencita, le observo recorrer la encimera de mármol sobre la chimenea hasta toparse con el marco. Lo hace huido de la pantalla del televisor, a hurtadillas, serio, sin que los ojos se le humedezcan, para terminar bajando la mirada y mascullar algo así: "Sólo de viejo sabes de la velocidad del tiempo……… y es la hostia, ¿sabes?"Luego vuelve a la televisión y se concentra en el contenido como si nada fuera realmente relevante y todo gravitara entre descolocada evocación y afable vacío. Las arrugas de su frente, bajo su mata blanca de cuantioso cabello, se tensan y destensan en el diálogo trémulo del párkinson.
Al atardecer capea su soledad y aburrimiento sesteando al tiempo que su telenovela preferida corre en el tiempo lentamente. Duerme un sueño intranquilo, repleto de espasmos que le hacen mover involuntariamente la pierna cruzada o cabecear repetidamente en un vaivén que hunde su barbilla respingona junto al tirante de su camiseta. No parece sufrir en el sueño, se diría que su rostro se dulcifica en una mueca de ostensible olvido placentero.
— Otro día menos que cae se quiera o no, muchacho.
Dice al despertarse como si su siesta no hubiera ocurrido.
Sé que atesora un arsenal de cosas que contaría, que hablaría de ellas largo y tendido frente a un buen vaso de vino, sin embargo también conozco que nada dirá, callará como siempre hizo intentando por todos los medios que no haya disputas ni malos entendidos. Su vida fue silenciosa, muy abnegada en medio de manadas de lobos que no tuvieron piedad en clavar sus colmillos una y otra vez, pero él jamás, salvo pocas excepciones, se quejó de su mala sombra ni del escozor de la mordedura. Vive su vejez solitaria como vivió su antes: sin frases meritorias, sin ostentaciones, laborando calladamente con su inteligencia sin pulir.
Al acabar de cenar siempre entra en el baño, hombre rutinario donde los haya. Viene arrastrando la goma del oxigeno y sosteniéndola ante él para no enredarse los pies. Su fatiga al sentarse de nuevo le lleva a no poder decir palabra en algunos minutos. Se agita su pecho haciendo su respiración estentórea.
Su reflejo en el cristal de la ventana, noche cerrada ya, muestra su curvatura convulsa vencida ante ese sillón gris que es el sostén de sus días. Me mira de reojo y hace un gesto de impotencia como si me pidiera perdón por su falta de aire.
Cuando se le pasa el sofoco, coge el mando a distancia y hace un barrido por los canales de la televisión con cierta celeridad, lo que me extraña en él.
— Es que he visto en la revista que echan una película de alemanes, de nazis, pero no encuentro el canal, leches.
Consulto su inseparable revista de televisión para buscarle el canal correspondiente. Lleva algo empezaba pero no mucho. Es "La cruz de hierro" de Sam Peckinpah
— Creo que ya la he visto, pero me gusta –comenta arrellanándose en el sillón- Me gustan las películas de guerra, de nazis, sí, sobre todo estas en que hay acción de verdad. La otra noche dieron una, "El hundimiento" creo que se llamaba, sobre los últimos días de Hitler, y me pareció un tostón; todo muy lento, demasiado lento, una murga. Esta no, ya verás que no.
Y se adentra en los entresijos de la película con el volumen a todo gas.
— Cuando te vayas echa las dos vueltas de llave que esto, con los anuncios, terminará a las tantas.
Me dice sin quitar los ojos de la pantalla.