Pienso en los veranos como si ya fueran algo remoto e irrecuperable, mientras veo como los demás pasan en el tiempo desde una terraza de la ciudad. Estoy sentado frente a una cerveza y llevo un cigarrillo colgándome entre los dedos dejando que los instantes fluyan por sí mismos, sin acelerarme por vivirlos con una vehemencia que encuentro en muchos de mis semejantes. Lo mismo que no comprendo su urgencia tampoco entiendo su desaforada obsesión por encasillar el tiempo en ese pequeño rectángulo táctil llamado smartphone. Y pudiera ser eso, o la persistente soledad que siempre me lleva en volandas hacia la reflexión y el regusto del recuerdo, lo que hoy me hace pensar en los veranos.
De tal modo que necesito ver al niño miedoso que fui, libre de las clases del colegio, correteando por el patio de mi abuela en un agosto en que los aprendices de amigos jugábamos, indiferentes al calor, bajo la parra zumbando de avispas y los alambres con la colada de pobres prendida con pinzas de madera. Huelo al cielo limpio y al sabor a tierra mojada de las tormentas. Chillamos los niños como la desbocada libertad sin rumbo que agita nuestras piernas incansables tras balones gastados y sucios. Los tejados son el final de todo que escurre hacia el patio, con sus gatos lamiéndose el hambre con los ojillos entrecerrados, y la vuelta a la manzana (la calle adoquinada abarrotando vidas desde la silla de la casa hincada en la acera) es todo el mundo por recorrer. Escucho la voces de las vecinas regañándonos, riendo golpeándose la cadera con la mano, regando tiestos profusos, sentadas a la fresca sin prisa.
Recuerdo al adolescente regado de mar con olas de azul verdadero y sol benigno que doraba nuestros hombros y aclaraba el cabello. Los amigos eran eternos y fluíamos como si la vida solamente fuese eso, la risa y la camaradería, y lo demás sólo algo controlable que podíamos esquivar sin cicatriz. Pensábamos en el amor, en unos ojos que nos miraran sin pestañear, bellos, ciertos, perdurables como veíamos la playa desde los mojones del paseo marítimo. Todo era tan indiscutible dentro de nuestra cáscara de nuez como los besos que dejábamos en el viento marino en pos de la chica que esperaba en algún lugar en el que nunca coincidíamos. Las penas era menores, de hora y media, y se disolvían en música rock y coca-cola con hielo.
El joven en julio en un verano que amenazó la primera soledad y terminó encontrando el amor. La vida en un estío tan ancho como hermoso. La piel olía a todas las caricias y el beso era el secreto de toda la existencia. En los parques, al anochecer, una luna panzuda nos rondaba los dedos de los pies como un mimo cadencioso que sentíamos como propio sin afán de atesorarlo. Creíamos que la distancia era un abrazo que abrigaba todos los límites, soñábamos que soñar era posible para llenar huecos. El amor era joven porque el sexo era una exploración irrefrenable que nos contorsionaba de felicidad, un hallazgo de inexpertos que, gozados, dábamos cortes de mangas al futuro. Las amenazas por descubrir latían en un subsuelo remoto del que vivíamos muy por encima.
También veo al hombre, ya panzón y calvo, que juega con sus dos hijos en la orilla de la playa. El mar, siempre presente en julios y agostos, inagotable en fotografías olvidadas y llantos que, ahora, presiento ríos. Vislumbro a un hombre ya un poco cansado pero risueño y apostando por paseos para alcanzar la puesta de sol que imagina perennes en mundos diferentes. Sus hijos confiando en él, creciendo junto a la espuma de las olas y la arena fina hasta la acera. Su esposa bajo la sombrilla (su perfil quedo en una gaviota perdida al trasluz de un cielo que ya dejó de ser azul) cargando con el rescoldo de las frustraciones y la madurez inacabada de él. La piel de ella es tersa todavía y su cabello se enreda con ensoñaciones fluctuantes que sella tras los labios y olvida pronto cuando ve acercarse a los tres. El hombre maduro que ha perdido el olfato y que imagina, cerrando obstinadamente los ojos, el prometedor olor a fritanga playera que viene desde el chiringuito. Le observo untado de cicatrices y, sin embargo, con el empuje justo para saborear veranos aunque sea desde cualquier invierno.
Ahora remuevo el paquete de tabaco para darle un papirotazo y desterrarle un rato de mi lado. He pedido otra cerveza a un camarero aburrido que come pipas a la puerta del bar. La ciudad huele a contaminación retestinada, el verano es su fiesta, y todos nos damos cuenta y todos la aceptamos gandules y desidiosos. El cielo es de color blanquecino, como en una constante calima, y de noche es negro sin estrellas. Infinitas lucecitas de neón conviven con los modernos leds convenciéndonos de que todo sigue tan luminoso con siempre. El verano en la ciudad es una piscina de agua gélida, una terraza para beber rodeada de frescor verde made in Taiwán o una larga cola buscando lo mejor de la cultura adocenada. Poco más. Estoy amoldado a este sistema degenerativo y, es más, creo que sin él no sabría realmente que hacer. Sin embargo, no por ello dejo de observar mientras los demás corren o bucean en su móvil para "llenar" el rato. Trato de ver entre el ruido y fascinación lumínica. Tal vez, simplemente, es que sea ya viejo. Puede.
Miro la avenida tan escurrida de tráfico en agosto. Apenas la voces de los cláxones apremian cuando el semáforo se torna verde. ¿Irá alguno de sus conductores a ese verano remoto e irrecuperable que pensé antes? ¿Tendrán mis hijos esos veranos? Al final he encendido ese cigarrillo que aparté de mi lado.